El frío alentaba a continuar tanto al caballo como al jinete, no era cosa de quedarse mucho tiempo parado. El diácono se ciñó un poco más la túnica a la altura del cuello, con la esperanza de no enfermar, mientras se acercaba a la puerta de la abadía.
Por mucho que le costara sabía bien que el esfuerzo merecía cien viajes como aquél. No sólo por el contenido de la biblioteca del que tanto había escuchado hablar, ni únicamente por la paz que se respiraba y que reportaba solaz al espíritu, sino por la entrañable experiencia que representaría convivir con el resto de hermanos clérigos que habitaban o frecuentaban asiduamente aquél sagrado lugar.
Dando gracias al Altísimo por su piedad desmontó de su corcel al llegar por fin a su destino. Tras procurarle cobijo y comida a su caballo se dirigió a la entrada. No le extrañó no ver a nadie a la vista, era comprensible con tan mal tiempo. Quitando algo de escarcha que había quedado adherida a la campanilla junto a la puerta la hizo sonar con el brío natural que proporciona el estar tiritante debido a la baja temperatura. Se frotó las manos con decisión y mientras se movía a un lado y a otro para no perder calor esperó pacientemente.