La noviacia cisterciense, al mediodia, se encontraba paseando por los largos pasillos de la abadía vestida con el vestido blanco de diario, los escapulares negros, el cinturón de cuero y una cruz de madera colgada a su cuello cuando escuchó que alguien tocaba a la puerta.
Instintivamente, miró a ambos lados buscando con la mirada al hermano portero y no lo vió. Y volvieron a tocar. Al parecer, le había llegado el momento, era su hora. Por primera vez, le daría la bienvenida a alguien a aquellos muros.
Y cogiendo aire para llenar sus pulmones en un intento de apaciguar sus nervios de primeriza, tiró del pomo.
- Buenas tardes nos dé el Altísimo. - dijo tras acostumbrar sus ojos a la luz del dia y observar el rostro del visitante. - Os estabamos esperando, hermana. - añadió, al darse cuenta que se trataba de la mujer que días antes se había puesto en contacto con el abad para pedir asilo, mientras la ayudaba a despojarse de su abrigo.
Después de sacudir sus ropas y dejarlas colgadas sobre un perchero de hierro forjado, le lavó los pies y las manos en la cofaina preparada en la entrada para tal fin. Tras ello, acercándose la hora de los rezos, la acompañó hasta la capilla.