Llegada a Vallbona de les Moges

Angelo, joven fiel de la Iglesia Aristotélica, había oído hablar en multitud de ocasiones de la Abadía Cisterciense de les Monges. Aunque su fama no sólo se había transmitido de boca en boca, si no también se habían escrito hermosos libros sobre ella. Hablaban de su belleza, de cómo sus edificios, plantados firmemente, rasgaban el cielo con sus torres. Pero de lo que más se escribía era de su biblioteca: enigmática, laberíntica, escondite de secretos...

Sus pensamientos se vieron turbados por la deslumbradora vista, que ofrecía el paisaje. Un pequeño bosque, del que provenían bellos cantos de pájaros, delimitado por un pequeño riachuelo que proveía de agua a los monjes. Al otro lado del río, se encontraban los campos de cultivo: trigo, avena y el famoso lúpulo abacial. Al fondo de ese paraíso, se desdibujaban los contornos de los edificios más altos de la abadía, entre ellos la imponente Iglesia Abacial, famosa en toda la comarca por sus vidrieras de colores.

Tiempo después, montando su caballo, llegó a la entrada de la Abadía. Sorprendido, vio que uno de los monjes de aquel monasterio le estaba esperando. Angelo bajó del caballo y se dirigió al monje:


- Saludos, buen hombre -dijo a modo de saludo-. Me dirijo a Vallbona de les Monges para instruirme como monje de la Orden Cisterciense. ¿He llegado a mi destino o me he equivocado de camino?

- Es cierto, aún no me he presentado -dijo con rubor el joven-. Mi nombre es Angelo D'Arezzo y vengo de la capital del Reino de Aragón, la bella Zaragoza.

- Hermano, si no estuviera seguro del paso que voy a dar, no estaría hoy aquí -exclamó con una sonrisa pícara-.

- ¿Mis motivaciones, decís? -dijo adoptando un carácter más serio-. Llegar hasta Dios y poder comprender sus designios, que cada día nos envía en forma de pruebas. Creo que eso es a lo que aspira todo fiel aristotélico. Además, una de las razones por las que he venido, es porque he oído que necesitáis nuevos monjes que habiten este sacro lugar.