Un día húmedo y lluvioso había protagonizado ése frío domingo de marzo. El de Gràcia sufría por si indeseosos bandoleros o maleantes aprovecharían el espesor del día para asaltar a un pobre Obispo. La suerte, pero, no lo quiso así y el viaje transcurrió en la mayor normalidad.
Las bandas, ornamentos y timbres que lucía el carruaje del Obispo percataron la atención del portero de la Abadía. El suelo barroso y húmedo impedió que el de Gràcia lo pisará, lo cual obligó al conductor y a su paje a llevarlo en brazos hasta la entrada de la Abadía, resguardado de todo barro posible y con sus pulcros zapatos inmaculados.
Observó que el portero era Griko, Roger había coincidido con él en las últimas sesiones de las cortes pero poco habían hablado.
Hijo, dame paso dentro de la abadía -dijo el Obispo de Lleida-, necesito calentar las manos y los píes... y saciar también mi estomago, hace demasiadas horas que no tasto nada.
Además, también tengo que hablar con el Primado, pero ya sabemos que hablar sin comer es, si más no, dificultoso