El Borja, dejando de lado sus aires de advocatus y señor feudal pues se encaminaba a terreno santo, viajaba sin escolta y imbuido en oscuros ropajes, que parecían más bien de luto, pero no dejaban de traslucir cierta osadía: eran completamente negros, y estaba claro que una pureza tal de los tintes solo podía darse en las ropas de un gran señor feudal, o alguien cuyo linaje se fundía con el de alguna Casa Real. El era éste último caso, dado que su prima había llevado sobre su testa la corona de Castilla, y ahora su hermano la reclamaba para sí.
Y sus conspiraciones habituales no fueron lo que le llevó hasta allí, sino su empeño en realizar aquel seminario en diplomacia vaticana, con el fin de ser embajador. Era aquello un asunto muy noble, y atraía al Vidame. Llamó a las puertas.